miércoles, 24 de febrero de 2010

Sin marcha atrás

Cuando niño tuve una bicicleta sin frenos en el volante. Pedaleaba veloz lanzándome por una pendiente de cemento ubicada en los locales comerciales cercanos a mi casa. Bajaba y volvía a subir nuevamente. La pendiente me parecía arriesgada, eterna; debía esquivar a las personas que se dirigían a la botillería a la panadería o al bazar. Inmerso en mi mundo me imaginaba zigzagueando obstáculos y pedaleaba cada vez más fuerte. Mientras Gloria, mi madre, me miraba de vez en cuando y continuaba incesante barriendo la calle. Daba la vuelta completa a los locales comerciales. Me lanzaba por la rampa y en ese particular impulso y silencio pasaba minutos eternos deslizándome, subiendo y bajando entre el cielo y la tierra. El talud fue diseñado para evitar que la lluvia ingresara a los locales y encauzara su curso a la calle. Todos la rechazaban, yo calladito le pedía que viniera sin demora, que se deslizara por entre mis ruedas. El ritmo parsimonioso de las gotitas formaba una poza para que mi circuito me brindara algo más para aprender, superar y lo agradecía. Mi bicicleta frenaba con la cadena. Apenas detenía el pedaleo y echaba mis pies hacia atrás en la dirección opuesta se frenaba. Era única, ningún otro niño o amigo frenaba como yo. Eran mis pies los que frenaban. Mis manos fusionadas al volante dirigían mi destino. Luego de escuchar el grito de mi madre llamándome a tomar once mi mente volvía a la realidad. Me daba la última vuelta a los locales. Me lanzaba por la pendiente, y apenas llegaba al lado de ella con su escoba en la mano, detenida mirándome como me acercaba, frenaba pedaleando hacia atrás, girando la bicicleta para dejar marcada la calle con la negrura del neumático. Quería dejar mi huella, mi firma estampada en el gélido cemento. Apenas me bajaba me miraba las manos. Mi piel tenía marcadas con puntitos hundidos las gomas que protegían el volante. No eran duras pero dejaban marcas por un par de minutos. Las quedaba mirando un buen rato y el corazón aun me latía fuerte. Entraba al baño agarraba el jabón, dejaba correr el agua y trataba de borrar las marcas frotando vehemente mis manos con el jaboncillo. Me miraba al espejo, sudaba, refrescaba mi rostro colorado y con la espalda mojada por el sudor me sentaba a tomar mi leche. Mi bicicleta tenía parrilla, gomas de volantes punzantes, y caían unas huinchas de colores como cortinas de plástico de carnicería. Frenos únicos. Nada se comparaba a ella. No se qué será de ella ahora. Creo que debería agradecerle. Seguramente estará oxidada, desvencijada en algún techo, basurero o reciclada en el mejor de los casos. Ahora no freno hacia atrás; lo hago como el resto de los mortales. No tengo parrilla ni tiritas de colores. Mi bicicleta es más sobria, pero lo único que se es que mientras pedaleo por la calle y me río de los automovilistas detenidos por horas en las calles, siempre sé que voy a hacia adelante. Las bicicletas no tienen marcha atrás no retroceden. Las cosas han cambiado. No puedo volver el tiempo atrás, solo voy hacia adelante. Ya no me lanzo por la pendiente imaginándome circuitos. Recorro las calles de Santiago libremente y no escucho la voz de mi madre diciéndome que me entre a tomar la leche. Cada tarde de regreso a mi hogar miro mis manos, ya no tengo sus marcas en la piel. Cuando veo mi rostro en el espejo del baño sigo colorado y quiero refrescarme.
Texto: Héctor Alejandro Mendoza.

1 comentario:

  1. Este relato me ha hecho reflexionar bastante, por ejemplo: cómo el protagonista de pequeño era feliz con simplemente una bicicleta que tenia algunos defectos; esto demuetra que si una cosa por defectuosa que este, si le tomas cariño eres la persona mas feliz. Otra cosa que me ha llamado la atención es cuando el protagonista, ya de mayor, sigue teniendo en su memoria esa bicicleta que le hacia tan feliz y la añoranza que muestra por ella cuando llega a su casa y recuerda lo que hacía de pequeño.

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